Nota / 75

 

Inventos del yo

El yo materno, el yo paterno.
El yo material, el yo espiritual.
El yo ancestral, el yo humano.
El yo involuntario, el yo inventado.
El yo natural.




¿De dónde nacen los roles que habitamos? ¿De qué tejidos invisibles se construyen? Una noche cualquiera, en una plaza, entre conversaciones que sólo las noches de viernes permiten, apareció Lucas. Hablamos de psicofísica, de la ciencia del alma, de esas cosas que se piensan sin conclusiones, solo por el puro arte del pensamiento compartido.

Y de pronto, como en un juego de espejos, surgió la pregunta inevitable: ¿cómo se conforma el yo? ¿De qué está hecho? ¿Tendríamos un yo si hubiésemos nacido solos, en medio de una selva sin lenguaje, sin espejo, sin otro?

Los relatos con los que nos describimos suelen transitar entre el pasado, el presente y el futuro. Pero eso solo es posible porque heredamos el lenguaje —un artefacto milenario que nos viene, en parte, de las riberas del Nilo, donde las civilizaciones escribían en muros de piedra que mañana habría cosecha. Así nace el verbo. Así nace el tiempo. Así nace el yo.






Lucas dijo, entre sorbos de noche y pensamiento, que habíamos venido a disfrutar. Que quizás esa era una clave olvidada: saber gozar. Y entonces nos dimos cuenta de cuántos yoes cargamos:

El que se despierta con nosotros cada mañana.
El que mira por la ventana.
El que se refleja en el espejo.
El que buscamos en nuestros padres, en nuestros genes, en los libros de Freud.
El que es ignorado.
El que es señalado.






El yo que hereda los moldes de quienes nos criaron: “Cuando yo tenía tu edad…”

El yo que ordena, el que interpreta, el que cuestiona.
¿Quién es ese yo que habla por nosotros?
¿Es realmente nosotros?

A veces, al indagar en estas estructuras, lo hacemos para abrir una puerta, para entrar en una dimensión más sutil, más cósmica, donde el yo se diluye en algo mayor. Un yo que no se limita al individuo, sino que pertenece a la totalidad de la especie, al pulso natural del universo. Un yo ancestral que respira a través de nosotros y nos recuerda que ser humanos es, en sí, un acto de conexión.

Pero también existe un yo opresor. Un yo que nos hace preguntas pequeñas, que se alimenta del juicio, de la medida, de la separación. Un yo que no pregunta para expandirse, sino para reducirse.




En este mapa interno de múltiples yoes, aparece la noción de referencia. Así como en un sistema cartesiano usamos ejes —X, Y y Z— para saber dónde estamos situados en el espacio, también usamos referencias para ubicarnos en el plano del sentido: familia, cultura, imágenes, símbolos.




La pintura de la Última Cena, por ejemplo, es un sistema de referencia. Cada rostro, cada gesto, cada lugar en la mesa responde a una narrativa. ¿Quién soy yo en esa mesa? ¿Soy yo con mis padres? ¿Soy yo con mis amigos? ¿Tengo una imagen de mí mismo? ¿Soy una imagen?






Tal vez el yo no sea algo fijo, sino un reflejo que toma forma en función del contexto, de las relaciones, de las palabras heredadas, de las heridas y los deseos. Tal vez, el yo no se posee. Se habita. Se transforma. Y tal vez, también, se puede soltar. Aunque sea por un rato.







¿Estamos flotando en el universo?

Si no hubiera referencias, ¿estaríamos flotando en el universo?
¿O ya lo estamos?
¿Necesitamos referencias para no perdernos?
¿O estamos perdidos precisamente por ellas?






La experiencia humana se construye a partir de referencias: madre, padre, lenguaje, historia, cultura, tiempo. Como si el alma necesitara puntos de anclaje para ubicarse en la vastedad del misterio. Sin madre no hay padre, sin padre no hay hijo. ¿Es esta la mitología fundante de la divinidad? ¿Una secuencia simbólica que intenta darle forma a lo informe?

En este entramado de referencias, también aparecen los rangos: jerarquías visibles o invisibles que, al establecer diferencias, construyen identidad pero también separación. Desde allí emergen los egos: construcciones que afirman, definen, clasifican. Pero todo depende del punto de vista, y los puntos de vista son infinitos, como lo es el universo mismo.






“El hambre es la madre del ego”, podrían decir algunos. Porque hay egos que se inflan por carencia, y otros que se retraen por exceso. Algunos claman: no alimentes mi ego, tengo hambre. Otros suplican: no alimentes mi ego, estoy en paz. El ego busca afirmación, validación, existencia. Es la figura que se construye para ocupar un lugar entre tantos otros. Pero no es todo lo que somos.

En un plano más sutil, más abstracto, existe algo que trasciende esa estructura: una consciencia compartida, un alma común que no necesita ser alimentada porque simplemente es. Un espíritu que habla a través de todas las formas, más allá del nombre, del género, de la cultura o la época. Un lenguaje que no necesita traducción porque vibra en lo profundo de todos los seres.

Esa es la voz que no separa, que no clasifica, que no compite. La voz que nos recuerda que, más allá del ego que nos nombra y nos defiende, hay un fondo silencioso, eterno, vivo. Llamémoslo alma del mundo, espíritu creador, o simplemente la luz que sostiene la existencia.





Cuando hablamos desde allí, desde ese espíritu, todos los lenguajes se comprenden.
Es el espíritu en acción.
La vida hablando de sí misma.
La conciencia que se reconoce.
Y por un instante, tal vez, dejamos de flotar.
O comenzamos a hacerlo, pero en paz.


Comentarios

Πολύ ωραίο κείμενο. Συγχαρητήρια!
herbal tea man dijo…
Είσαι πολύ ευγενικός! Ευχαριστώ πολύ! Να είσαι πάντα χαρούμενος!

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