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Escuchar al cuerpo: una urgencia natural 

Vivimos bajo normas impuestas que poco tienen que ver con la naturaleza humana.

Desde pequeños se nos enseña a desconectarnos de nuestras señales internas: no se puede ir al baño cuando se necesita, no se puede llorar cuando duele, no se puede parar cuando el cuerpo dice basta. Se exige resistencia como si la vida fuera una competencia de aguante. Pero esta lógica de “aguantarse” no sólo es antinatural: es destructiva.

El cuerpo habla. Constantemente. Avisa, susurra, grita. Y cuando no lo escuchamos, pasa factura. No con multas que se pagan con dinero, sino con enfermedades que cobran en vitalidad, en presencia, en alegría.

Las mujeres, en especial, se ven forzadas a ingresar en sistemas que no contemplan la ciclicidad, la sensibilidad ni la sabiduría biológica. Se espera que funcionen de manera lineal, como si el cuerpo femenino no tuviera su propio ritmo. Y para lograr encajar en esta maquinaria —económica, productiva, social— muchas terminan medicalizando su cuerpo: hormonas, pastillas, químicos para "dominar" su energía natural. Pero ¿a qué costo?

Modificar el ciclo menstrual para no "molestar", tomar anticonceptivos para no “interrumpir” el ritmo laboral o emocional, ignorar el dolor como si fuese un signo de debilidad... todo eso nos aleja del respeto por el cuerpo. Se trata de una colonización interna, una invasión silenciosa pero brutal de nuestras propias reglas biológicas.




Los hombres también están atrapados en esta cultura de negación corporal. No pueden orinar cuando lo necesitan, deben “aguantar” como muestra de virilidad. Pero esa supuesta fuerza es una ficción. Nadie gana cuando el cuerpo pierde. No es una competencia. Todos pierden.

El dolor no es un enemigo: es un mensajero. Y lo ignoramos a nuestro propio riesgo.

Las mujeres lo viven en carne viva, muchas veces en silencio. Dolencias físicas y emocionales que no se nombran porque no hay tiempo, no hay espacio, no hay permiso.

No se trata de romanticismo biológico. Se trata de dignidad. Se trata de salud. Se trata de vida. Respetar la regla —la del cuerpo, la de la biología, la de la naturaleza— es respetarse a uno mismo.

No necesitamos más resistencia. Necesitamos más sensibilidad. No hace falta parecerse a nadie. Hace falta volver al centro: al cuerpo, al ciclo, a la sabiduría interna que nunca dejó de hablarnos, aunque nosotros hayamos dejado de escucharla.




El cuerpo sabe, pero hemos dejado de escucharlo


Vivimos en una era en la que el cuerpo humano ha sido reducido a una máquina de producción, forzada a adaptarse a ritmos que no le pertenecen y exigencias que lo desbordan. Hemos desconectado tanto de nuestra energía interna que ya no distinguimos cuándo algo nos hace bien o nos está haciendo daño. Los órganos internos —riñones, hígado, intestinos, corazón, útero— no son piezas mudas: son centros de energía vital, de comunicación, de inteligencia biológica. Aunque no los veamos, se comunican, se sienten, se responden.

Esta vitalidad interna, esa sabiduría silenciosa del cuerpo, se expresa en enzimas, fluidos, hormonas, ritmos. Pero la interconexión se ve afectada cuando invadimos ese ecosistema con productos químicos, hormonas externas, alimentos ultraprocesados o medicamentos que no responden a la verdadera necesidad del cuerpo, sino a exigencias externas: estéticas, laborales, sociales. Cada vez que intoxicamos el cuerpo, debilitamos su lenguaje. Y cuando ese lenguaje se rompe, se interrumpe también la relación entre el cuerpo y el mundo. Aparece la enfermedad, la fatiga crónica, la tristeza sin nombre.




La menstruación, por ejemplo, no es un obstáculo que deba superarse con anticonceptivos como si fuera una molestia irrelevante. Es una manifestación cíclica de la vida, una ley interna que debe ser respetada. Modificarla sin una verdadera comprensión de lo que está en juego no es libertad: es sometimiento. Y eso no solo aplica a la salud sexual o ginecológica: aplica a todo el sistema corporal.

Nuestro cuerpo trabaja cada segundo para mantener el equilibrio. Respira, digiere, oxida, repara. La transformación que realiza es incesante y sagrada: convierte lo que entra del mundo —alimento, oxígeno, experiencias— en vitalidad. Eso es trabajo. Eso es esfuerzo. Eso es vida.

Y no todos los cuerpos operan igual. Algunos metabolizan con rapidez; otros necesitan más tiempo, más energía. Algunos procesan emocionalmente a través del sistema digestivo; otros, a través de la piel o el sistema nervioso. Respetar esa diferencia no es debilidad: es sabiduría. La salud no debería medirse en productividad, sino en sensibilidad, en capacidad de conexión.

Hoy, enfermarse es casi parte del paisaje. No porque el cuerpo esté fallando, sino porque no lo estamos escuchando. Lo exigimos, lo contaminamos, lo silenciamos. Queremos rendimiento sin pausa, sin comprender que hasta el cuerpo más sano necesita descanso, tiempo, aire limpio, alimento verdadero.

No se trata de moralizar el cuerpo. Se trata de comprenderlo. De devolverle su lugar como casa y templo. Si dejamos de respetar la regla natural —la del cuerpo, no la impuesta desde afuera— perdemos el vínculo con nuestra esencia. Porque el cuerpo no miente. Y cuando duele, no nos está castigando: nos está pidiendo volver.





La regla del cuerpo: sensibilidad como resistencia

Hay una ley profunda que atraviesa toda experiencia humana: la del cuerpo. No la norma jurídica, no la moral religiosa, no la exigencia laboral. La del cuerpo real. Ese que siente, que pulsa, que sangra, que desea. Ese que, si no es escuchado, termina hablando por otros medios: el dolor, la enfermedad, el agotamiento, la desconexión.

La vagina, por ejemplo, no es solo un órgano anatómico: es uno de los centros vitales más poderosos de la naturaleza humana. Ignorarla, medicarla sin conciencia, normalizar su silenciamiento por alcanzar algún ideal externo —de estatus, de productividad, de “igualdad”— es deshonrar uno de los espacios más sagrados del cuerpo femenino. Si las mujeres no respetan su propia ciclicidad, su sensibilidad y sus dolores, ¿cómo se espera que lo haga el mundo?

Hay una regla —una pulsación natural, una inteligencia orgánica— que no puede modificarse sin consecuencias. Si se fuerza, si se “dopa”, si se empuja hasta el límite, entonces el cuerpo dejará de hablar suavemente. Y empezará a gritar.




Esto no es una lucha entre sexos. Es una llamada de atención al modo en que, tanto mujeres como hombres, hemos sido forzados a desconectarnos de nuestra sensibilidad para funcionar en un sistema que no contempla la biología, ni la energía, ni la dignidad de los procesos internos. Las mujeres, en particular, han sido empujadas a competir dentro de estructuras que castigan su naturaleza: anestesian sus cuerpos para rendir más, para no “molestar”, para aguantar. Pero, ¿quién gana realmente en esa competencia?

Por otro lado, muchos hombres han sido criados para ignorar sus necesidades más básicas. No se les permite mostrarse vulnerables, ni sentir dolor, ni siquiera ir al baño cuando el cuerpo lo pide. Esa supuesta “fortaleza” no es más que una desconexión que pasa factura. Lo sé por historias cercanas, como la de mi abuelo, un hombre duro, trabajador, que terminó consumido por un cáncer de próstata, en parte por años de aguantar, de no escuchar, de no parar.

No se trata de debilidad. Se trata de respeto. Respeto por el cuerpo, por sus pausas, sus señales, sus ritmos. Se trata de sensibilidad como forma de resistencia. De reconocer que no todos los cuerpos procesan igual, ni deben ser forzados a funcionar de manera idéntica.

Si un niño necesita ir al baño, que vaya. Si una niña tiene dolores menstruales, que no vaya a la escuela ese día. Nada grave pasará. Lo que sí es grave es enseñarle desde pequeña que su dolor no importa, que su cuerpo debe ser ignorado. Eso sí deja huellas.

Y es que, como dijo alguna vez Gustavo Cerati: "el silencio no es tiempo perdido". El tiempo se pierde, precisamente, cuando se niega el descanso, cuando se atropella el cuerpo por cumplir con mandatos que nada tienen de humanos.

Escuchar al cuerpo no es una opción alternativa: es la base de una vida saludable.

Aprender cuál es nuestro cuerpo, cómo nos habla, qué necesita —y respetarlo sin culpas— es, probablemente, una de las tareas más revolucionarias de este tiempo.

Porque al final, lo único que tenemos verdaderamente es esto: nuestro cuerpo. Y si no lo cuidamos, si no lo escuchamos, si no lo honramos… entonces, como suele pasar, el cuerpo hablará. Y no con palabras. Sino con síntomas. Con cansancio. Con enfermedad.

Y esas facturas, como bien sabemos, no son de las que se comen.


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