Nota / 74
El cuerpo habla. Constantemente. Avisa, susurra,
grita. Y cuando no lo escuchamos, pasa factura. No con multas que se pagan con
dinero, sino con enfermedades que cobran en vitalidad, en presencia, en
alegría.
Las mujeres, en especial, se ven forzadas a
ingresar en sistemas que no contemplan la ciclicidad, la sensibilidad ni la
sabiduría biológica. Se espera que funcionen de manera lineal, como si el
cuerpo femenino no tuviera su propio ritmo. Y para lograr encajar en esta
maquinaria —económica, productiva, social— muchas terminan medicalizando su
cuerpo: hormonas, pastillas, químicos para "dominar" su energía
natural. Pero ¿a qué costo?
Modificar el ciclo menstrual para no
"molestar", tomar anticonceptivos para no “interrumpir” el ritmo
laboral o emocional, ignorar el dolor como si fuese un signo de debilidad...
todo eso nos aleja del respeto por el cuerpo. Se trata de una colonización
interna, una invasión silenciosa pero brutal de nuestras propias reglas
biológicas.
Los hombres también están atrapados en esta
cultura de negación corporal. No pueden orinar cuando lo necesitan, deben
“aguantar” como muestra de virilidad. Pero esa supuesta fuerza es una ficción.
Nadie gana cuando el cuerpo pierde. No es una competencia. Todos pierden.
No se trata de romanticismo biológico. Se
trata de dignidad. Se trata de salud. Se trata de vida. Respetar la regla —la
del cuerpo, la de la biología, la de la naturaleza— es respetarse a uno mismo.
No necesitamos más resistencia. Necesitamos
más sensibilidad. No hace falta parecerse a nadie. Hace falta volver al centro:
al cuerpo, al ciclo, a la sabiduría interna que nunca dejó de hablarnos, aunque
nosotros hayamos dejado de escucharla.
El cuerpo sabe, pero hemos dejado de escucharlo
Vivimos en una era en la que el cuerpo humano ha
sido reducido a una máquina de producción, forzada a adaptarse a ritmos que no
le pertenecen y exigencias que lo desbordan. Hemos desconectado tanto de
nuestra energía interna que ya no distinguimos cuándo algo nos hace bien o nos
está haciendo daño. Los órganos internos —riñones, hígado, intestinos, corazón,
útero— no son piezas mudas: son centros de energía vital, de comunicación, de
inteligencia biológica. Aunque no los veamos, se comunican, se sienten, se
responden.
Esta vitalidad interna, esa sabiduría
silenciosa del cuerpo, se expresa en enzimas, fluidos, hormonas, ritmos. Pero
la interconexión se ve afectada cuando invadimos ese ecosistema con productos
químicos, hormonas externas, alimentos ultraprocesados o medicamentos que no
responden a la verdadera necesidad del cuerpo, sino a exigencias externas:
estéticas, laborales, sociales. Cada vez que intoxicamos el cuerpo, debilitamos
su lenguaje. Y cuando ese lenguaje se rompe, se interrumpe también la relación
entre el cuerpo y el mundo. Aparece la enfermedad, la fatiga crónica, la
tristeza sin nombre.
La menstruación, por ejemplo, no es un obstáculo que deba superarse con anticonceptivos como si fuera una molestia irrelevante. Es una manifestación cíclica de la vida, una ley interna que debe ser respetada. Modificarla sin una verdadera comprensión de lo que está en juego no es libertad: es sometimiento. Y eso no solo aplica a la salud sexual o ginecológica: aplica a todo el sistema corporal.
Nuestro cuerpo trabaja cada segundo para
mantener el equilibrio. Respira, digiere, oxida, repara. La transformación que
realiza es incesante y sagrada: convierte lo que entra del mundo —alimento,
oxígeno, experiencias— en vitalidad. Eso es trabajo. Eso es esfuerzo. Eso es
vida.
Y no todos los cuerpos operan igual. Algunos
metabolizan con rapidez; otros necesitan más tiempo, más energía. Algunos
procesan emocionalmente a través del sistema digestivo; otros, a través de la
piel o el sistema nervioso. Respetar esa diferencia no es debilidad: es
sabiduría. La salud no debería medirse en productividad, sino en sensibilidad,
en capacidad de conexión.
Hoy, enfermarse es casi parte del paisaje. No
porque el cuerpo esté fallando, sino porque no lo estamos escuchando. Lo
exigimos, lo contaminamos, lo silenciamos. Queremos rendimiento sin pausa, sin
comprender que hasta el cuerpo más sano necesita descanso, tiempo, aire limpio,
alimento verdadero.
La regla del cuerpo: sensibilidad como resistencia
Hay una ley profunda que atraviesa toda
experiencia humana: la del cuerpo. No la norma jurídica, no la moral religiosa,
no la exigencia laboral. La del cuerpo real. Ese que siente, que pulsa, que
sangra, que desea. Ese que, si no es escuchado, termina hablando por otros
medios: el dolor, la enfermedad, el agotamiento, la desconexión.
La vagina, por ejemplo, no es solo un órgano
anatómico: es uno de los centros vitales más poderosos de la naturaleza humana.
Ignorarla, medicarla sin conciencia, normalizar su silenciamiento por alcanzar
algún ideal externo —de estatus, de productividad, de “igualdad”— es deshonrar
uno de los espacios más sagrados del cuerpo femenino. Si las mujeres no
respetan su propia ciclicidad, su sensibilidad y sus dolores, ¿cómo se espera
que lo haga el mundo?
Hay una regla —una pulsación natural, una
inteligencia orgánica— que no puede modificarse sin consecuencias. Si se
fuerza, si se “dopa”, si se empuja hasta el límite, entonces el cuerpo dejará
de hablar suavemente. Y empezará a gritar.
Esto no es una lucha entre sexos. Es una
llamada de atención al modo en que, tanto mujeres como hombres, hemos sido
forzados a desconectarnos de nuestra sensibilidad para funcionar en un sistema
que no contempla la biología, ni la energía, ni la dignidad de los procesos
internos. Las mujeres, en particular, han sido empujadas a competir dentro de
estructuras que castigan su naturaleza: anestesian sus cuerpos para rendir más,
para no “molestar”, para aguantar. Pero, ¿quién gana realmente en esa competencia?
Por otro lado, muchos hombres han sido criados
para ignorar sus necesidades más básicas. No se les permite mostrarse
vulnerables, ni sentir dolor, ni siquiera ir al baño cuando el cuerpo lo pide.
Esa supuesta “fortaleza” no es más que una desconexión que pasa factura. Lo sé
por historias cercanas, como la de mi abuelo, un hombre duro, trabajador, que
terminó consumido por un cáncer de próstata, en parte por años de aguantar, de
no escuchar, de no parar.
No se trata de debilidad. Se trata de respeto.
Respeto por el cuerpo, por sus pausas, sus señales, sus ritmos. Se trata de
sensibilidad como forma de resistencia. De reconocer que no todos los cuerpos
procesan igual, ni deben ser forzados a funcionar de manera idéntica.
Si un niño necesita ir al baño, que vaya. Si
una niña tiene dolores menstruales, que no vaya a la escuela ese día. Nada
grave pasará. Lo que sí es grave es enseñarle desde pequeña que su dolor no
importa, que su cuerpo debe ser ignorado. Eso sí deja huellas.
Y es que, como dijo alguna vez Gustavo Cerati:
"el silencio no es tiempo perdido".
El tiempo se pierde, precisamente, cuando se niega el descanso, cuando se
atropella el cuerpo por cumplir con mandatos que nada tienen de humanos.
Porque al final, lo único que tenemos
verdaderamente es esto: nuestro cuerpo. Y si no lo cuidamos, si no lo
escuchamos, si no lo honramos… entonces, como suele pasar, el cuerpo hablará. Y
no con palabras. Sino con síntomas. Con cansancio. Con enfermedad.
Y esas facturas, como bien sabemos, no son de
las que se comen.
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