Nota / 72



Corazón del problema

¿A quién consultamos cuando tenemos un problema?

¿Sabemos realmente pedir ayuda o nos guardamos lo que sentimos hasta que se convierte en un peso insostenible?

¿Fueron nuestros padres buenos consejeros? ¿Nos dieron herramientas emocionales o solo normas de conducta?

¿Tuvimos en la familia alguna figura sabia, cercana, capaz de hablar con nosotros con tiempo, con paciencia, con profundidad?

¿Hablamos de nuestras cosas personales con detenimiento o lo superficial nos consume?

¿Tenemos amigos con quienes podamos hablar de verdad, sin máscaras, sin temor al juicio?

¿Son nuestras relaciones vínculos de escucha real, de afecto disponible, o simples intercambios funcionales?

¿Somos precavidos con nuestra salud emocional?

¿Consultamos a tiempo o lo hacemos cuando ya no damos más?

¿Esperamos a llegar al límite para pedir auxilio?

¿Es ese estado crítico el reflejo más sincero de cómo nos sentimos, o solo el punto de quiebre de algo que venía acumulándose?

¿Utilizamos nuestros estados emocionales como brújula para decidir, o los dejamos en un rincón, temiendo su intensidad?

¿Entiendo cómo me siento? ¿Puedo ponerle nombre a lo que me pasa?

¿Busco ayuda para lo que me duele, o prefiero el silencio, la negación, la costumbre de aguantar?

¿Qué hacemos, verdaderamente, cuando tenemos un problema?

¿Y qué lugar ocupa la ternura en nuestra vida?

¿Practicamos el gesto tierno, esa forma silenciosa pero profunda de confiar en nosotros mismos y en los demás?

¿Nos damos el permiso de ser frágiles, de pedir un abrazo, de dejar caer la coraza?

¿Recibimos amor a diario? ¿Lo sabemos reconocer cuando llega?

¿Permitimos que otros nos cuiden, nos miren, nos sostengan?

¿Nos abrimos a lo desconocido, a lo que el universo puede ofrecernos si soltamos el control?

¿Somos libres de mostrarnos como somos, o tememos profundamente ser vistos en nuestra vulnerabilidad?




Tener un problema y saber consultar: el amor como salvedad


Tener un problema.

Pocas frases suenan tan simples y tan complejas a la vez.
Decimos: “tengo un problema”, como si fuera una mochila que cargamos, un obstáculo, una molestia. Pero en realidad, un problema es muchas cosas: es una emoción que no entendemos, una necesidad no dicha, un miedo escondido, una herida abierta. Tener un problema es, en muchos casos, tener algo en el alma que pide ser mirado con cuidado. Y sin embargo, no siempre sabemos cómo hacerlo. No siempre sabemos consultar.

¿A quién recurrimos cuando algo no anda bien? ¿Quién está ahí cuando el pensamiento se vuelve pesado y el corazón parece no encontrar refugio?

¿Nuestros padres fueron alguna vez ese espacio de consejo amoroso, de escucha disponible? ¿O tuvimos que aprender a resolver todo solos, creyendo que hablar era una carga para los demás?

Hay personas que nacen en hogares donde las palabras tienen espacio. Donde se puede decir me siento triste, tengo miedo, no sé qué hacer. Y otras que crecieron rodeadas de silencio, de mandatos, de exigencias, sin nunca aprender el arte de compartir lo que duele. A veces, un tío, una abuela, un hermano mayor se convierte en maestro espiritual sin quererlo: simplemente por tener el tiempo y la ternura para escuchar. A veces, ni siquiera eso. Y entonces, vamos por la vida llenos de preguntas que nadie nos ayudó a formular.



¿Sabemos hablar de nuestras cosas personales? ¿O las barremos debajo de la alfombra hasta que ya no podemos caminar?

¿Tenemos amigos con quienes hablar de lo profundo, de lo verdadero, de lo que nos quiebra un poco por dentro?

Y si los tenemos, ¿sabemos buscarlos? ¿Sabemos decir: “necesito que me escuches”?

¿Y ellos saben escuchar sin querer corregirnos, sin emitir juicios, sin apurarse en dar soluciones?

En esta época, se valora mucho la autosuficiencia. Pero, ¿qué pasa cuando el problema nos excede? ¿Cuándo ya no se trata de resolver, sino de sostener?

Porque los problemas emocionales no siempre tienen una solución clara. A veces, lo que necesitamos no es una salida, sino un abrazo. Una palabra que nos devuelva la dignidad de sentir. Una compañía que no nos quite el dolor, pero que nos recuerde que no estamos solos.



Tener un problema no es solo una situación a resolver: es un estado del alma.
Y el modo en que lo habitamos dice mucho de cómo fuimos amados.
Si aprendimos a confiar, a hablar, a pedir.
Si nos dejaron llorar sin vergüenza.
Si alguien nos enseñó que tener un problema no nos hace débiles, sino humanos.

¿Consultamos a tiempo, o solo cuando el dolor se volvió insoportable?
¿Es el estado crítico lo único que nos obliga a hablar?
¿Esperamos al colapso porque no confiamos en que alguien pueda ayudarnos antes?

El problema no es tener emociones intensas.
El problema es no saber qué hacer con ellas.
Y muchas veces, no nos damos ese espacio porque nadie nos mostró que podíamos hacerlo.
Nos acostumbramos a callar. A aguantar. A fingir.
A ser fuertes para no incomodar.
Pero ser fuerte no es lo mismo que estar bien.
Y estar bien no siempre es estar solo.

Consultar es un acto de amor. No de debilidad.
Es un gesto de salvación que empieza por uno mismo:
“me importa cómo me siento, por eso busco ayuda”.
Y a veces, esa ayuda no viene en forma de respuestas.
Viene en forma de una voz amiga, de una mirada tierna, de una presencia que no juzga.
De alguien que no nos resuelve la vida, pero nos acompaña a mirarla desde otro lugar.

¿Y qué lugar tiene la ternura en todo esto?

La ternura es ese lenguaje que no necesita palabras.
Es el café que alguien nos prepara sin pedirlo.
Es el silencio que no incomoda, sino que abriga.
Es la mano en el hombro que dice “estoy acá”.
Es el gesto de confianza que nos devuelve al mundo.
Y es también saber pedirlo. Saber abrirse.

¿Practicamos la ternura con nosotros mismos? ¿O nos hablamos con dureza, con reproche, con exigencia?
¿Permitimos que alguien nos abrace sin sentirnos débiles?
¿Recibimos amor a diario? ¿Sabemos reconocerlo?
¿Nos abrimos a las señales del universo, a lo que la vida tiene para darnos si soltamos el miedo?

¿O seguimos escondidos detrás de la vergüenza, del orgullo, del temor a mostrarnos tal como somos?

Tener un problema no es el fin del mundo.
Pero puede convertirse en una trampa si no sabemos pedir ayuda.
Por eso, consultar es más que un acto racional: es un acto espiritual, emocional y amoroso.
Es dar lugar al otro, al lazo, al vínculo como puente de sanación.

Y en ese puente, la ternura es la salvedad.
Es la forma más humana de recordarnos que no estamos solos.
Que lo que sentimos tiene valor.
Y que hablar, escuchar, compartir y dejarse cuidar son caminos posibles hacia el bienestar.

Porque el verdadero problema no es sentir.
El verdadero problema es no saber que tenemos derecho a ser escuchados con amor.




La consulta como acto sagrado espiritual
 

Cuando tenemos un problema, no enfrentamos simplemente un obstáculo: nos enfrentamos a una parte de nosotros que busca ser sanada, escuchada, integrada. Cada problema no resuelto es un niño interior abandonado, llorando en la oscuridad de nuestro inconsciente. Y consultar —pedir ayuda, hablar, abrir el alma— no es una debilidad, sino un acto sagrado, un rito de sanación.

No venimos a este mundo a cargar solos nuestras heridas. Vinimos a crear puentes, a permitir que el amor circule como un río entre corazones vivos. La consulta es el gesto místico de reconocer al otro como espejo, como sanador, como parte de nuestro teatro interior.

El estado crítico es la máscara que usa el alma para gritar lo que callamos. Pero antes de llegar a ese grito, existe el susurro. Y si aprendemos a escuchar el susurro del alma, no hará falta que el cuerpo enferme o que el corazón se rompa. La ternura, entonces, es la medicina más poderosa. Es un acto psicomágico cotidiano. Un abrazo, una lágrima compartida, una mano que no juzga, son rituales de transformación profunda.



El verdadero problema no es lo que sucede fuera, sino lo que no aceptamos dentro. Y el verdadero poder no está en resolver, sino en transmutar: transformar el dolor en comprensión, la soledad en vínculo, el silencio en palabra sagrada.

Consultar es volver al origen, recordar que somos tribu, que no fuimos hechos para el aislamiento sino para la danza conjunta. Pedir ayuda no es caer: es elevarse desde la humildad. Es decir: “yo también soy humano, yo también necesito amor”.



Así como el árbol no crece sin tierra ni sol, el alma no florece sin escucha ni ternura. Y en ese florecer compartido, el problema se convierte en maestro. Porque todo lo que duele, si es abrazado con conciencia, se convierte en luz.

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